lunes, 13 de abril de 2009

NUESTRO "OTRO" MUNDO. (II)




Continúa la historia de quienes temen más a los hombres que a los designios de la naturaleza, de aquellos que desconfían más de la arbitrariedad humana que de los peligros en forma de huracanes, terremotos o tsunamis. ¿Serán capaces de hacer frente a sus temores?


Sir-Hope


NUESTRO "OTRO" MUNDO


II. Cuando los heraldos informaron de ello al consejo de ancianos (poseedores del saber transmitido de generación en generación), éste decidió escuchar otras opiniones para valorar de entre ellas cuál era la que mayores posibilidades de supervivencia les aportaba.

Parecía coherente que si la intimidación de la fuerza no surtía efecto, más bien era contraproducente, bien habría que valorar algo totalmente diferente, quizás opuesto. Después de leer todas las anónimas sugerencias aportadas por los ciudadanos, ya fueran de joven o de adulto, de mujer o de hombre, el consejo se decidió por contemplar la posibilidad de aislarse, de impedir que se mezclasen con ellos aquellos seres ajenos a las tierras que habitaban.

“¡Oh!, ¡No, no, no!”, -gritaron los heraldos inmediatamente y a una sola voz cuando los ancianos les informaron de que ésta era la idea que barajaban. “Si conocierais lo que ocurrió con los habitantes del valle alto observaríais lo inútil de la propuesta. Escuchad su historia.”

Una vez que no tenía sentido vivir en el llano porque los alimentos escaseaban, los recién llegados decidieron probar suerte río arriba. Los habitantes del valle alto, temerosos de que les ocurriera algo parecido a lo de sus vecinos, decidieron hacer acopio de todo lo que necesitaban para sobrevivir. Si bien el agua no les faltaba, la comida era periódica. Debían cultivar las tierras del valle según la temporada, almacenar y conservar sus frutos y complementar su alimentación gracias a la caza. Y para ello convenía abandonar el valle por difíciles y empinados riscos dada la dificultad para llegar al llano.

Viendo que la llegada de los forasteros era inevitable, los habitantes del valle alto llenaron sus despensas y cerraron todos los pasos hacia sus tierras. Seguro que pronto los recién llegados entenderían que era imposible seguir su camino y regresarían a la tierra de la que habían venido.

Y casi acertaron, pero no contaban con la tenacidad y la insistencia de aquellas gentes. Cuando por fin consiguieron domesticar los desfiladeros y hacer camino cascada arriba, se encontraron con las ruinas de lo que en su día pudo ser un pueblo rico en un valle paradisíaco. No quedaba habitante alguno; las casas estaban destruidas y lo que parecían almacenes, calcinados.

La vida en aquel valle alto autositiado fue fácil en los primeros tiempos: había comida, armonía, paz y tiempo libre. Las ancestrales tareas que conformaban la jornada de sus habitantes se vieron trastocadas. No se podía salir a cazar para no abrir pasos a los invasores; no se cuidaban los caminos que ya no era necesario transitar; no se trabajaban los elementos del medio para fabricar trampas o construir armas para la caza. Sólo la actividad agrícola y el cuidado de los hogares daba cierto sentido a la vida de la comunidad.

Conforme la comida escaseaba la desconfianza se adueñó de la población. Se racionaron los alimentos almacenados y pronto comenzaron las acusaciones de hurto, de violación de las leyes comunitarias. De la desconfianza se pasó a la disputa, de la disputa al odio y del odio al ataque al vecino, al hermano,…

El miedo al extraño generó una especie de guerra civil que acabó con el poblado, con el medio y con las personas.

“Por favor,” –insistieron los heraldos-, “olvidad esta propuesta y estudiad otras.”

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